Programa Nacional de Proyectos de Investigación Fundamental
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Miguel Ángel Vega Cernuda (Universidad de Alicante)
1.- La historiografía de la evangelización americana
Intentar documentar a estas alturas de la investigación la “historia indiana” de la “misión franciscana”, sería una tarea redundante, muy similar a la que la sabiduría clásica expresó en la fórmula “ululas Athenas ferre” (glauka eis Athenas), es decir, “llevar búhos a Atenas”. No sólo por la enorme cantidad de bibliografía que en tiempos modernos1 ha producido el tema de la misión americana, sino también por la inicial y acendrada conciencia histórica que demostraron los protagonistas de esa misión. En efecto, los primeros misioneros españoles, franciscanos, dominicos, mercedarios y agustinos sobre todo, en Méjico (algunos de ellos marcados por el espíritu renacentista que imperaba en una Salamanca y en la que habían enseñado un Nebrija o un Vitoria y por la que habían pasado un Sahagún, un Benavente o un Olmos, etc.), fueron los creadores de la primera y quizás más grandiosa Monumenta historica, que jamás haya existido, mucho antes de que los historiadores alemanes, en el siglo del positivismo y con un apoyo material increíble, emprendieran su Monumenta Germaniae historica. Las obras tanto de frailes menores como las de los frailes predicadores o agustinos, amén de las relaciones o crónicas profanas que oidores, conquistadores o descubridores hicieron de lo visto, oído o actuado en tierras americanas son el mayor conjunto historiográfico realizado en simultaneidad con unos hechos historiados. Quizás sea oportuno añadir que esta actividad historiográfica se realizaba en unos momentos en los que todavía la historia distaba de considerarse disciplina académica establecida y que en ocasiones se escribía más con intenciones estéticas o literarias que con pretensiones testimoniales. No era éste el caso de la historiografía realizada por los religiosos, en la que predominó siempre el carácter testimonial barnizado, aunque no siempre, de un tono justamente apologético2. La obra del franciscano Jerónimo Mendieta Historia eclesiástica indiana (1571)3 es uno de los relatos de los acontecimientos (a saber, la gesta4 de la evangelización llevada a cabo por los misioneros), mejor documentados, ya que fue realizado “en caliente” y por un testigo ocular y/o con informantes de primera mano5. Y lo mismo puede decirse lo mismo, aunque en menor grado de la obra de Juan de Torquemada (1557-1624) Monarchia Indiana (1613)6 y de la de Agustín de Vetancurt (1620-1700) Teatro Mejicano (1692)7 y muchos otros que bebieron de las relaciones de los testigos y protagonistas Motolinía o Sahagún8.
En efecto, una documentación exhaustiva de la misión durante la Colonia fue ya aportada en su tiempo por sus protagonistas y a nosotros nos corresponde, una vez descubierta o, mejor, redescubierta, depurarla –evidentemente los criterios historiográficos de la época no fueron los actuales– evaluarla, clasificarla, explicarla e integrarla en las ciencias a las que se pueda aplicar: es decir, hacer de ella teoría y pensamiento del encuentro entre culturas, del trato con el otro y los otros. Y ya de entrada perentorio resulta advertir que esa historiografía, caso único, da testimonio abundante de la actividad lingüística, de traducción y de interpretación que la Colonia conllevaba.
2.- Una evangelización al margen de la transculturación
Pretensión de este trabajo es, pues, poner de relieve que una parte de esa misión cristiana en América – más en concreto en el virreinato de Nueva España y en los años que trascurren entre 1523, fecha de la primera expedición misionera, y la muerte de Bernardino de Sahagún en 15909 – implicó la actuación, no exenta de miserias pero heroica y desinteresada, de los frailes menores entre los pueblos mejicanos (aztecas, mixtecas, tlaxcaltecas, totonacas, mayas, etc.) y que esta actuación misionera tuvo su punto de inicio en una labor de recuperación lingüística y cultural o, si se quiere, de antropología indiana que quizás no tenga parangón histórico en eventos semejantes de colonización más o menos filantrópica (no hablamos, por supuesto, de actuaciones netamente explotadoras como las del Congo belga en la época de Leopoldo II o las del ingleses en el Cabo): ni en las colonias francesas de las Antillas, ni en las holandesas en Japón y el Extremos Oriente, ni en la ocupación por parte de los ingleses de la India, actuaciones que en ocasiones se ponen como ejemplo de comportamiento no colonialista10, se manifestaron unos intereses de acercamiento a la alteridad tan acendrados como en los episodios protagonizados por los frailes franciscanos en Méjico. Ni siquiera la actuación del hodierno Summer Institute of Linguistics (SIL) de los evangélicos puede parangonarse con los rendimientos que en este campo rindieron los misioneros españoles. Los conocimientos adquiridos con gran esfuerzo por los misioneros en el ámbito de la lengua y la cultura sirvieron para que, 1) los predicadores del Evangelio tuvieran un conocimiento bastante profundo del pensamiento indígena; 2) para que los indígenas pudieran ser predicados en sus idiomas y en las claves más próximas a su idiosincrasia y, 3) para que la posteridad tuviera testimonio de las culturas y lenguas investigadas, muchas de ellas hoy en día desaparecidas. Justo es decir que lo que en un principio fue una estrategia misionera, pronto se convirtió también en una ciencia con finalidad propia cuyos rendimientos siguen teniendo utilidad y vigencia hoy en día. El gran bibliógrafo de la lingüística amerindia, Cipriano Muñoz y Manzano, Conde de la Viñaza, registró a finales del XIX en su Bibliografía española de Lenguas Indígenas de América (Madrid, 189211) más de un millar de obras de estas disciplinas, la mayoría de ellas realizada por religiosos, El trabajo de Antonio Tovar y Consuelo Larrucea12 completó la visión al respecto. Huelga decir que de esa actividad lingüística se siguió una importante actividad de traducción de textos de carácter religioso e intencionalidad misionera.
Para cumplir este propósito empezaría subrayando que el método de cristianización empleado por los franciscanos fue inicialmente específico de la orden seráfica, de tal manera que podríamos hablar de una “escuela” franciscana de cristianización en el contexto de la evangelización que se desarrollaba en los virreinatos, audiencias y capitanías españoles y en el contexto de los anteriores intentos (la de los pueblos germánicos por los monjes irlandeses, por ejemplo): mientras la otra gran orden evangelizadora, la de los frailes predicadores, insistió inicialmente sobre todo en la defensa jurídica de los misionandos – el P. Las Casas sería su máximo representante–, los franciscanos utilizaron de manera paradigmática y más pragmática métodos que después serían característicos de la antropología y etnografía y que pronto serían seguidos por las demás órdenes religiosas13 derivando en ejemplares estudios lingüísticos, culturales y, por supuesto, en una importante labor traductora14. Aunque no es tema propio del presente trabajo, justo es señalar que incluso la reducción, de la que los jesuitas hicieron paradigma de actuación, fue invención franciscana.15
A pesar de que en el ámbito de la crítica al uso, el término “escuela” ha estado siempre aureolado de un halo de discusión inevitable, insistimos en utilizarlo por ser el que mejor expresa, en su imprecisión, el modo de trabajar misionero de los frailes menores en el Nuevo Mundo. En efecto, los miembros de los grupos de franciscanos que a partir de 1523 se apresuraron a emprender la evangelización de los pueblos recientemente sometidos por Cortés –y no hay que ocultar que lo hicieron aprovechando la petición del marqués del Valle de Oaxaca al emperador– lo hicieron en un espíritu común y con una metodología propia, es decir, cumpliendo los dos aspectos imprescindibles de cualquier grupo heterogéneo que después haya sido considerado escuela. Ese espíritu común consistía, por supuesto, en la intención de difundir el cristianismo combinándolo con el respeto a la cultura del otro – respeto autoimpuesto en cumplimiento del mensaje cristiano– en la medida de lo posible, es decir, en la medida en que fuera compatible con las tesis fundamentales del dogma y la moral cristianas16 y de los condicionamientos que imponía el poder político. El método consistió no sólo en el estudio profundo de las lenguas sino también de las culturas de los pueblos misionados para, utilizando la empatía que de ello pudiera derivarse con los evangelizandos, crear una fraternidad, no sólo de fe, sino también de convivencia. En la medida en que los misioneros tuvieron en cuenta el modo de ser cultural de los pueblos misionados17, éstos vieron en el fraile un espécimen social (distante tanto de la actitud del renegado Guerrero18 como del brutal conquistador Nuño de Guzmán19) por el que podían sentir una cierta proximidad.
En este contexto resulta perentorio advertir que el término con el que cierta antropología indigenista, más de salón que de campo, pretende (des)calificar el proceso de evangelización, a saber, el de transculturación20, debe despojarse en el caso de la evangelización del Nuevo Mundo de las connotaciones negativas de las que viene cargado el término21. Otros términos próximos utilizados como el de aculturación o inculturación resultan incluso más desechables. Más propio sería hablar de interculturación, pues de eso se trató: de una interacción que dio como resultado una nueva y tercera identidad.
3. Un precedente y un espíritu que se convierte en estilo
El método practicado en la evangelización hizo que esta trascendiera sus propios límites y se convirtiera en un proceso de diálogo cultural o en todo caso de acercamiento identificativo mutuo, es decir, por parte de unos y de otros22. En la orden franciscana este método tenía ya una cierta tradición y es anterior a los intentos de los jesuitas, que lo ensayarían más tarde en las reducciones de Paraguay y Argentina o en la China (Matteo de Ricci). En efecto, este afán misionero que parecía realizar aquel apotegma medieval del nil volitum quin precognitum (nada se quiere que antes no se haya conocido) había sido ensayado por Raimundo Lulio, terciario franciscano, quien en su escuela de Miramar en Mallorca había intentado un centro de estudios islámicos, y por Giovanni de Montecorvino. Este fraile franciscano había llegado al abigarrado Peking (Khabalik), ciudad que, hasta que ascendiera al trono la dinastía Ming, fue un hervidero de pueblos, religiones y culturas en la China del siglo XIV (en la época del emperador mongol Toghan Timur de la dinastía Yuan), es decir, tres siglos antes de que lo hiciera el jesuita Matteo Ricci, epónimo de la misión identificadora. Allí dio comienzo a su misión embarcándose en el estudio de los idiomas de los pueblos del imperio oriental. Tanto en la corte como entre los pueblos del Imperio (tártaros, alanos o chinos), lograría introducir un tímido catolicismo al tiempo que iniciaba el diálogo entre las culturas de Oriente y Occidente.23 Mientras en la Europa cristiana se veía con malos ojos la traducción de la Biblia, Montecorvino traducía a la lengua tártara o huir, el Nuevo Testamento y partes del Antiguo (el Psalterio, por ejemplo). Más tarde pudo haber traducido partes de la Biblia al chino, aunque de ello no hay constancia. En la catedral levantada en Pekín, a poca distancia de la Ciudad Prohibida, decoraría las paredes con escenas bíblicas acompañadas de inscripciones en tres lenguas: latín, tártaro y persa, lengua esta última de la que se servía el considerable número de agentes comerciales presentes en la capital del Imperio oriental. Antes que el jesuita italiano, Montecorvino adaptaría su indumentaria a las costumbres chinas como signo de aproximación a lo distinto24. En todo caso salía del supuesto trilinguismo que en más de una ocasión se ha achacado a la iglesia católica25. Sucesores de Montecorvino en Oriente como Odorico de Pordenone, Andrés de Perusa, etc., siguieron ese mismo espíritu de identificación con el territorio a evangelizar hasta que la caída de la dinastía Yuan diera paso a una oclusiva China, gobernada a partir de entonces durante dos siglos por la dinastía Ming, que expulsó a los extranjeros. Sólo cuando esta diera paso a la dinastía Quing, se abrieron de nuevo las puertas de Cathay y el italiano Matteo Ricci y el español Diego de Pantoja pudieron realizar su labor de proselitismo en base al método que ya los franciscanos habían ensayado en China y, sobre todo, en el Nuevo Mundo.
La labor de Montecorvino radicaba en una mística o espíritu de la orden franciscana que inducía a unas actuaciones de carácter empático con aquello que se percibía como extraño o distinto. El Cantico de las Creaturas es manifestación sublime de esa fraternidad universal por encima de la diversidad. En ese espíritu, el fundador de la orden, había emprendido, al parecer, dos viajes de misión in partes infidelium, uno a Marruecos y otro a Egipto, donde incluso fue recibido en varias ocasiones con el sultán Malik, quien en prueba de su estima regaló a Francisco un cuernecillo decorado que todavía hoy se exhibe en Asís entre las reliquias del santo.
4.- Las fundaciones franciscanas en el Anáhuac, laboratorio de intercambios culturales
Con algunas variantes en relación a la de Montecorvino, los franciscanos del siglo XVI y XVII en Méjico utilizaron la misma metodología de aproximación al otro. Este peculiar proselitismo religioso basado en la empatía ha sido, por lo demás, constatado en la obra clásica sobre la “conquista espiritual” de Méjico de Robert Richard. Este investigador de la evangelización e inculturación mejicanas llevadas a cabo primeramente por los franciscanos, revela el diferente talante que informaba a cada una de las órdenes misioneras.26
La historia de esa empatía comienza con la petición que Cortés hace, tras la conquista de Tlatelolco, al Emperador Carlos V para que éste enviara frailes evangelizadores de la orden franciscana a las nuevas tierras. Esta petición fue atendida por la provincia franciscana de San Gabriel de España que envió, tras selección rigurosa, a doce franciscanos que han pasado a la posteridad como los “doce apóstoles de Méjico”27. En efecto, en la misión “indiana”, la avanzadilla la constituye la orden de Francisco de Asís. Ya antes de que en 1523 Martín de Valencia, tal y como relata Jerónimo Mendieta en su Historia eclesiástica Indiana, iniciara la primera misión organizada de Nuevo España, había habido cinco frailes menores flamencos que, en torno a Pedro de Gante (quizás pariente del emperador y, extrañamente, fraile lego), habían emprendido por su cuenta la cristianización de los pueblos del Anáhuac. Tanto unos como otros, tanto los doce apóstoles en torno a Martín de Valencia como los independientes en torno a Pedro de Gante, se percataron de que, como fase previa a cualquier trasmisión del mensaje cristiano, se deberían sentar las bases de una comunicación más o menos fluida. Una de las primeras experiencias habidas una vez llegados a la meseta del Anáhuac28, fue la de la enorme diversidad de lenguas que dificultaban la labor de comunicación y, por ende de evangelización, y que sólo era mitigada por la presencia y uso de unas cuantas “lenguas generales”. Estas, sin embargo, no bastaban para lograr una comunicación identificativa con cada uno de los pueblos que se misionaban29.
El grupo de los Doce guiados por Martín de Valencia habría realizado el viaje desde España en el escaso tiempo de tres meses hasta llegar a la meseta de Méjico. Dado que la capital estaba todavía recuperándose de las heridas producidas por la conquista, los frailes habrían decidido establecer en Tezcoco (localidad próxima a la que Jerónimo Mendieta señala una población de treinta mil almas)30, el primer asentamiento para, a partir de allí expandirse por todo el territorio de la meseta central31. Pronto seguiría la fundación del convento de San Francisco, situado a unos centenares de metros del centro neurálgico de la antigua religión azteca, el Templo Mayor, de la capital. Allí se haría famoso por su humildad y pobreza fray Toribio de Benavente, alias Motolinía, término que en náhuatl significa precisamente pobreza. Más tarde, ya con la segunda oleada que tiene lugar en 1524 y en la que llegaría Bernardino de Sahagún, se emprendería la erección de un nuevo centro franciscano en Tlatelolco, localidad próxima a Méjico, hoy incluida en el DF. En estos conventos y en locales anexos a los mismos (que ya medio siglo después se integraba en varias provincias independientes: Santo Evangelio, san Pedro y san Pablo, etc.) establecieron centros de enseñanza en los que se llevaría a cabo de manera sistemática una labor de investigación y recuperación de las lenguas y antigüedades (“antiguallas” las llamaría Sahagún) indias. Estas escuelas fueron centros de enseñanza y aprendizaje mutuos en los que frailes por una parte y ancianos y niños aztecas por otra mantuvieron una intensa comunicación sobre temas de lengua y cultura indias y sobre la religión cristiana por otra. En una época atormentada por la memoria histórica, estúpido término redundante, pues toda memoria es histórica, a la hora de hacer cuenta del pasado mejicano y franciscano (y de este forma parte la traducción), debemos empezar por el principio so pena de andar errados a lo largo del camino que toque recorrer. Y ese inicio fue, como en el Evangelio, la palabra.
5.- El trabajo de campo de la misión franciscana
El más importante de estos centros-laboratorio de encuentro cultural fue, como hemos dicho, el de Tlatelolco, aunque una actividad semejante se desarrollaría en San Francisco de Méjico y en Tezcoco y, fuera del Anáhuac y en el ámbito de la lengua purépecha o tarasca, en la capital del Michoacán, Tzintzantzun. Los frailes emprendieron de inmediato una investigación lingüística que fue efecto de la insatisfacción comunicativa que producían tanto el lenguaje de signos (utilizados en muchos casos incluso entre las distintas etnias indígenas) como la comunicación a través de intérprete. Mendieta nos da buena cuenta del origen de este afán lingüístico:
“Decían allí las oraciones en latín, respondiendo a los que les enseñaban, que eran a veces los mismos frailes, y a veces los niños sus discípulos, que luego con mucha facilidad las aprendieron, como vivos que son de ingenio y hábiles para cualquier cosa que se les muestre. Era esta doctrina de muy poco fruto, pues ni los indios entendían lo que se decía en latín, ni cesaban sus idolatrías, ni podían los frailes reprendérselas ni poner los medios para quitárselas, por no saber su lengua. Y esto los tenía muy desconsolados y afligidos en aquellos principios, y no sabían qué se hacer, porque aunque deseaban y procuraban deprender la lengua, ni había quién se la enseñara. Y los indios con la mucha reverencia que les tenían, no les osaban hablar palabra”32.
Para salir de este estado de incomunicación se invirtió la dinámica docente haciendo del maestro discípulo y del discípulo maestro. Con la visión providencialista de los acontecimientos históricos, característica de la orden, Mendieta interpreta la heurística pedagógica de los misioneros como inspiración divina y convierte lo que era una ocurrencia nacida de la necesidad en producto de un impulso divino:
“Y púsoles el Señor en corazón que con los niños que tenían por discípulos se volviesen también niños como ellos para participar de su lengua, y con ella obrar la conversión de aquella gente párvula en sinceridad y simplicidad de niños. Así fue, que dejando a ratos la gravedad de sus personas se ponían a jugar con ellos con pajuelas o pedrezuelas el rato que les daban de huelga, para quitarles el empacho con el propósito que lo dijo. Y traían siempre papel y tinta en las manos, y en oyendo el vocablo al indio, escribíanlo, y al propósito que lo dijo. Y a la tarde juntábanse los religiosos y comunicaban los unos a los otros sus escriptos y lo mejor que podían conformaban a aquellos vocablos al romance que les parecía más convenir”33.
De manera semejante a como hacía Lutero en su Brief von Doltmenschen con referencia a la traducción de la Biblia en el castillo de la Wartburg, también el historiador franciscano advierte de cómo este trabajo de campo filológico (semejante y próximo a la traducción, pues de eso se trataba, de traducir los conceptos de los vocablos de una lengua a otra), comportaba una inseguridad parecida a la que experimenta el traductor ante un término desconocido: “Y acontecíales que lo que hoy les parecía habían entendido, mañana les parecía no ser así”.
Poco a poco el trabajo daría sus frutos y se trabajaría… en la traducción de los textos fundamentales de la religión cristiana, textos que para su mejor memorización se musicaban34 en un canto llano, es decir, monódico, recurso que fue decisivo a la hora de asegurar el éxito de la didáctica catequética:
“Y con esta inteligencia y con la ayuda de los más hábiles de sus discípulos, que estaban ya muy informados en las cosas de la fe, tradujeron lo principal de la doctrina cristiana en la lengua mexicana, y pusieronla en un canto llano muy gracioso que sirvió de un buen reclamo para traer gente a la deprender. Porque como los niños de la escuela la ovieron dicho algunos días de aquella manera a los que se juntaban en el patio, fue tanto lo que se aficionaron a ella, y la priesa que se daban por saberla, que se estaban hechos montoncillos como rebaños de corderos tres y cuatro horas cantando en sus ermitas y barrios y casas: que por doquiera que iban de día y de noche no decían y se oía otra cosa sino el canto de las oraciones, artículos y mandamientos de Dios…”35
Bien es verdad que el conocimiento pasivo adquirido, propio del traductor, no les capacitaba para seguir la dinámica propia de la catequización y en primer momento echaron mano de los escolares, para continuar con el desarrollo de la doctrina cristiana entre los naturales:
“Juntamente con esto no les faltaba la predicación de la palabra de Dios porque los religiosos no se atreviendo a predicar en la lengua de los indios hasta perfeccionarse en ella, y viéndose cercados de tantas gentes y pueblos a quien doctrinar, y conociendo que muchos de sus discípulos entendían muy de raíz las cosas de nuestra fe que les habían enseñado y mostraban muy hábiles en todo lo que ponían mano, quisieron aprovecharse de su ayuda y probar para cuanto eran en el ejercicio de la predicación, pues en su lengua podían decir lo que fraile le propusiesen… y así estando el religioso presente y habiéndole declarado al mozuelo sus conceptos en que antes le tenía instruido (como intérprete del religioso), predicaban en su nombre todo lo que había dicho: lo cual bien entendía el religioso aunque no se atrevía a proponérselo personalmente y echaba de ver si iba enteramente dicho o si había en ello alguna falta”.36
Interesante resulta que Mendieta, en el ejercicio inconsciente de una teoría de la traducción, señale como trabajo propio del intérprete la recuperación del sentido del mensaje, lo que en ocasiones llevaba a estos pequeños genios de la comunicación (como tales los describe el fraile cronista) a improvisar en el sentido del discurso sin que éste se alterara:
“La cual (falta) no hallaban, sino que eran muy fieles y verdaderos, y en extremo hábiles: que no solamente decían lo que los frailes les mandaban, más aún añadían mucho más (…) tenían tanta memoria, que un sermón o una historia de un santo de una o dos veces oída se les quedaba en la memoria”37.
Hasta qué punto se habrían identificado los frailes con el náhuatl queda manifiesto en el pasaje que sigue, en el que Mendieta, refiriéndose a una lengua local no nahua, la llama “lengua bárbara”:
“(…) yo que escribo esto, llegué a tiempo que aún había insuficiencia de frailes predicadores en la lengua de los indios, y predicábamos por intérpretes. Y entre otros me acaeció tener uno que me ayudaba en cierta lengua bárbara. Y habiendo yo predicado a los mejicanos en la suya (que es la más general), entraba él vestido con su roquete y predicaba a los bárbaros en su lengua lo que yo a los otros había dicho con tanta autoridad, energía y espíritu que a mí me ponía harta envidia de la gracia que Dios le había comunicado…”38
En definitiva, Mendieta, en el mejor espíritu paulino, proponía como ideal de evangelización hacerse “indio con los indios”, lo que en todo caso, al menos verbalmente, contradiría la supuesta intención inculturizadora, es decir, hispanizante de los misioneros39:
“(…) quiso que los primeros evangelizadores de estos indios aprendiesen a volverse como al estado de niños, para darnos a entender que los ministros del Evangelio que han de tratar con ellos (…) conviene que dejen la cólera de españoles, la altivez y presunción si alguna tienen y se hagan indios con los indios. Flegmáticos y pacientes como ellos, pobres y desnudos, mansos y humílimos como lo son ellos”40.
Bien es cierto que ya al comienzo estos métodos resultaron al establishment colonial un tanto escandalosos41 (y el hecho habla a favor de esa identificación por parte de los frailes con los misionandos), ya que la autonomía concedida a estos pequeños predicadores improvisados pronto levantaron sospecha, lo mismo que el simple hecho de que fueran ellos los que se dirigieran directamente a los neófitos o a la futuros conversos:
“No faltaron algunos en aquel tiempo a quien parecía mal y murmuraron de que los indios predicasen, y lo contradecían, no estribando en otro fundamento sino en el que estriban lo que los aniquilan diciendo son indios”42.
En este contexto, Mendieta da noticia de un pequeño intérprete cuya historia puede facilitar una pista acerca del trato integrado que imperaba entre la gente llana castellana y los indígenas, ya que se trataría de un muchacho español que habría “deprendido” el nahua en su trato con sus semejantes indígenas. Este joven intérprete después jugaría un papel importante en la integración lingüística de Méjico al realizar la que se puede considerar el primer diccionario mexica-castellano y el Arte de la lengua mexica:
“El segundo remedio que les dio el Señor fue que una mujer española y viuda tenía dos hijos chiquitos, los cuales tratando con los indios habían deprendido su lengua y la hablaban bien. Y sabiendo esto los religiosos pidieron al gobernador don Fernando Cortés que les hiciese dar el uno de aquellos niños, y por medio suyo holgar aquella dueña honrada el dar con toda voluntad el uno de sus hijuelos llamado Alonsito. Este fue otro Samuel ofrecido a Dios en el templo que desde su niñez, le sirvió y trabajó fidelísimamente, sin volver a la casa de su madre ni tener cuenta con ella, sino sólo con lo que le mandaban los ministros de Dios haciendo desde niño vida de viejo. Tenía su celda con los frailes, comía con ellos y leíales a la mesa. Y en todo iba siguiendo sus pisadas. Este fue el que sirviendo de intérprete a los frailes dio a entender a los indios los misterios de nuestra fe y fue maestro de los predicadores del Evangelio, porque él les enseñó la lengua, llevándolo de un pueblo a otro donde moraban los religiosos porque todos participasen de su ayuda. Cuando tuvo edad tomó el hábito de la orden, y en ella trabajó hasta la última vejez con el ejemplo y doctrina que se verá en el catálogo de los claros varones, quinto libro de esta historia, tratando de su vida. LLamóse después Fray Alonso de Molina”43.
Este “trabajo misionero integrado”44, en el que se alfabetizaba (a través de las “cartillas”), se cristianizaba (a través de las “doctrinas” y sermonarios), se creaba un canon litúrgico (Psalmodia) y textual en las lenguas indígenas y se fijaba la idiosincrasia cultural del misionando dio lugar a tres tipos de corpora documentales diferenciados: el lingüístico (artes y vocabularios), el antropográfico e histórico (historias, memoriales, etc.) y el traductográfico.
5.- Los lingüistas, antropólogos y traductores franciscanos
Una vez aprendida la lengua y traducidos los textos sagrados elementales del cristianismo se imponía el perennizar los conocimientos lingüísticos adquiridos para las futuras generaciones de misioneros y reducirlos a “Arte” y escritura, es decir, a método de aprendizaje, gramática y “vocabulario” que, impresos o en manuscrito, circularan entre la fraternidad. La mención por parte de Mendieta de Alonso de Molina (1510-1579) nos obliga a tratar el grupo de protagonistas que en este coro de trabajadores de la P/palabra hicieron posible la comunicación entre los dos mundos. Del conjunto de 380 franciscanos (alguno de ellos ya criollos) que Richard45 señala al fin de los años 50 en las 40 casas conventuales de Méjico46, fueron decenas los que llevados de un talante, a la par de cristiano y renacentista, acumularon un ingente corpus de saber filológico y antropológico sin parangón en la historia. Justo es decir que muchos de estos frailes no respondían al perfil de cura de “misa y olla” que el fray Gerundio de Campazas pondría en solfa años más tarde. Desde el punto de vista intelectual más bien encarnaban el ideal de hombre renacentista. Muchos de ellos habían estudiado en las universidades de la Península y, como se ha advertido, en los conventos fundados no faltaban como únicos instrumentos de apoyo bibliográfico las obras de Nebrija. A este perfil de erudito responde, en el ámbito de la lingüística, el nombre de Andrés de Olmos (1485-1571), que habría pasado por la Universidad de Valladolid y que junto con Alonso Molina (1510-1579) constituye el dúo de grandes filólogos que llevan a cabo la organización de las enseñanzas del náhuatl, la lengua “general” o lingua franca del Anáhuac. Junto a estos hay que añadir los nombres de Jerónimo de Alcalá y Gilberto Maturini, franciscano italiano de la provincia de Aquitania, que serían los recuperadores de la lengua purépecha o tarasca, hablada en el ámbito de Michoacán (región entonces independiente de los aztecas y hoy en día coincidente poco más o menos con la región en torno a Guadalajara) y que habría desarrollado su labor en el convento de Tzintzantzun. También en zonas aledañas a la altiplanicie central hubo frailes dedicados al rescate de otras lenguas, tales como Antonio de Ciudad Real (1551-1617), que estudió la difícil lengua otomí. En el ámbito de la antropología y de la historia destacaron el mencionado fray Toribio de Benavente, personalidad inquieta y andarina que quizás podría dejar a la sombra la afición itinerante de la Santa de Ávila47. Sus obras Historia de los Indios de la Nueva España y los Memoriales se pueden parangonar en ciertos aspectos con la de Bernardino de Sahagún, alma del convento de Tlatelolco. La Historia General de las cosas de la Nueva España de este es quizás el prototipo del trabajo de etnografía americana.
Tanto los lingüistas como los antropólogos ejercieron por diversos motivos de traductores del nahua al castellano y viceversa. Y obligado es decir que motor y apoyo de toda esta labor es la personalidad de Juan de Zumárraga, fraile franciscano que se convirtió en el primer obispo de Méjico, a partir de 1528. La introducción de la imprenta que este propulsó secundado por el virrey Mendoza en 1534 supuso también una ayuda en la difusión de sus trabajos48. Agustín de Vetancurt, al final de su Menologio Franciscano49, dedica un apartado a mencionar a los “varones ilustres (…) porque de los antiguos no se pierda la memoria y de los nuevos se sepa la noticia (…), que con sus escritos honraron a la Provincia del Santo Evangelio Mexicana”. Allí recoge una cincuentena de nombres que habrían compuesto y traducido, en ocasiones de manera manuscrita y en otras impresa, obras de carácter lingüístico, litúrgico o pastoral (sermones sobre todo50). Las lenguas que cubrió el trabajo de estos frailes en el espacio de un siglo y con referencia a la provincia del Santo Evangelio51 fueron, entre otras, el popoloca (Francisco de Toral), el otomí (Pedro de Palacios y Sebastián de Ribero), el mataltzinca (Andrés de Castro), el náhuatl (Pedro de Gante, Alonso de Herrera, Alonso Rangel, Andrés de Olmos, Bernardino de Sahagún, Francisco Ximenez, García Cisneros, Juan Baustista, al que Vetancurt denomina “Cicerón de la lengua Mexicana”, y el propio Vetancurt, que habría compuesto “un arte mexicano ajustado a los rudimentos de Nebrija”). Entre los traductores menciona además de Andrés de Olmos, traductor del latín al castellano del de Haeresibus del franciscano español Alonso de Castro, a los colegiales de Tlatelolco, que, si bien no fueron religiosos, fueron determinados por la tarea de estos: Juan Bernardo, Diego Adriano, Francisco Bautista de Contreras (que habría rematado la traducción del Contemptus Mundi del franciscano Diego de Estela), Pedro de Gante (un homónimo del protoevangelizador y autor del catecismo en pictoglifos, ya que le hace natural de Tlatelolco y le hace morir en 1605) que habría traducido” muchas vidas de Santos”. De Pedro de Oroz afirma que habría traduccido verbo ad verbum al castellano “todo lo que en latín está en la quarta parte de la Provincia del Santo Evangelio. De Sahagún destaca la traducción de la Vida de S. Bernardino: que le habrían encargado para la iglesia de Xochimilco, puesta bajo su patrocinio.
6.- El corpus lingüístico y antropológico
Completando y valorando las noticias aportadas por Torquemada y Vetancurt, hay que añadir que el número de obras gramaticales y vocabularios que estos franciscanos produjeron sólo en territorio mejicano es asombroso (casi habría que hablar de una moda o de una manía lingüística) y que la mayoría de este tipo de obras que se realizaron en Nuevo España se deben a franciscanos, quedando estas muy por encima de las que hicieron agustinos y dominicos juntos. Richard señala un centenar de gramáticas de diversas lenguas producto de la misión, la mayor parte de mano de franciscanos. El documentadísimo trabajo de Manuel Castro y Castro “Lenguas indígenas americanas transmitidas por los franciscanos del siglo XVI”52, al que hay que remitirse obligatoriamente, recoge también un centenar de obras, cuyas sistematizaciones todavía tienen vigencia. Solo a título de recordatorio mencionamos algunas de ellas:
En 1547, Olmos (1480-1571) remataba su Arte de la lengua mejicana, gramática sobre el modelo de Nebrija que siendo la primera no se publicaría hasta años después. A este le seguiría Alonso de Molina con su Vocabulario de la lengua castellana y mejicana (1555) y más tarde el Arte de la lengua mexicana y castellana. Gilberti realizaría el Arte de la lengua de Michuacan en 1558 y del otomí Alonso Urbano, en 1571, Arte breve de lengua otomí y vocabulario trilingüe, así como nueve años después lo haría Pedro de Cáceres Arte de lengua otomí de 1580.
También en el ámbito de las lenguas mayas trabajaron los franciscanos, destacando Antonio de Ciudad Real (1551-1617), quien ya en pleno siglo XVII, en 1613, dio remate a la que se puede considerar la obra de su vida: un Diccionario de Motul maya-español. Por su parte, Juan Coronel publicó la primera gramática Arte de la lengua maya y Betanzos Gramática de la Lengua Maya, 1620.
De estas “artes”, como en general de todas las que produjeron en este contexto, afirma Ascensión de León Portilla:
“En suma, las gramáticas mesoamericanas respondieron a una razón pragmática, la de evangelizar. Pero también a una razón trascendente: la de restablecer el “lenguaje uno”, en palabras de Molina en su citado prólogo: la de hacer posible la comunicación perdida por el castigo de la confusión de lenguas que siguió al pecado de la soberbia al construir la torre de Babel”.53
Que esto permita hablar de una escuela de lingüística misionera es cuestión que no tiene del todo claro esta estudiosa de las leguas mesoamericanas, aunque sí afirma la existencia de una tradición franciscana:
“La tradición descansa no sólo en el hecho de que los franciscanos fueron los primeros en poner en arte varias lenguas, sino también en el de conferir a sus tratados nuevas estructura y nueva doctrina gramatical para explicitar la naturaleza de las lenguas vernáculas (…)”54.
Junto a esta labor lingüística, que sin duda ha contribuido a perpetuar las lenguas tratadas (una docena de ellas: la nahua, el tarasco o purépecha, el otomí y el totonaca entre otros), el corpus de estudios de carácter antropológico que muchos de ellos realizaron en paralelo a sus estudios lingüísticos pusieron al descubierto el sustrato cosmovisivo de las culturas mesoamericanas. Las obras de Olmos, Sahagún y Motolinía son grandes contribuciones de la etnografía y antropología y eruditos actuales reconocen sus aportaciones al conocimiento de los pueblos de la altiplanicie mesoamericana.
7.-El corpus traductográfico
Precisamente en este contexto de evangelización por una parte y de estudios etnológicos por otra es donde los misioneros tuvieron que ejercer de traductores. Importa destacar que el término “traducción” no debe entenderse en el sentido de “producto”, sino más bien en el de “actividad”, pues casi toda la tarea de evangelización, lingüística y antropológica fue una actividad de traducción. Por eso no es procedente esperar grandes listas de títulos concretos, sino la descripción de las causas y efectos de una actividad de mediación intercultural en la que por cierto la interpretación desempeñó, como en ningún otro episodio histórico, un papel decisivo. Tengamos en cuenta que en un primer momento la evangelización se desarrolló a través de farautes y que incluso la misma confesión se realizó durante mucho tiempo a través de interpretación. Es éste un extremo que hay que considerar en un contexto en el que no todos los indígenas hablaban la “lengua general” y, a la inversa, a pesar de sus esfuerzos por dominar las “lenguas bárbaras”, las lenguas no generales, los frailes no podían dominar toda la casuística lingüístico-pastoral que les ocurría. Cuando se considera que Alonso de Molina, además de los trabajos de “escritorio” realizados (doctrinas, vocabularios, etc.), tuvo que desempeñar tareas de interpretación (acompañando, por ejemplo, a Zumárraga a través de Méjico) y fundar casas y conventos, resulta increíble que tuviera tiempo para aprender las tres o cuatro lenguas indígenas que hablaba.
En un primer momento la traducción se limitó a la composición en dos lenguas (castellano y náhuatl, por ejemplo, o a la inversa) de “doctrinas” y “confesionarios” que servían para el ejercicio pastoral o a la versión al náhuatl de textos castellanos preexistente. Pero no contentos con eso, trataron de hacer avanzar la fe cristiana de los indígenas vertiendo, por ejemplo, Psalmodias, Evangeliarios y otros textos como La imitación de Cristo de Kempis al náhuatl, traducción esta última que se atribuye a Molina. Por su parte Sahagún haría un Libro de los coloquios y la doctrina cristiana, compuesto en náhuatl y castellano. Y Vetancurt en su Menologio Franciscano hace mención expresa al trabajo traductor, individual y en equipo, que emularía la Escuela de Toledo o lo que esta haya podido ser:
“Tampoco se debe pasar en silencio la memoria de los Colegiales de Tlatilulco que ayudaron a escribir y a traducir a los primeros Padres que refiere el Padre Fr. Juan Bautista. Hernando de Ribas natural de Tezcuco, gran latino, que con mucha propiedad traducía de latín y romance qualquiera cosa en mexicano, atendiendo más al sentido que a la letra, traduxo más de treinta manos de papel, murió el año 97. Con su ayuda hizo el P. Fr. Alonso de Molina el Vocabulario”55.
Pero por encima de eso, los frailes también intentaron verter en su cultura de origen la cultura literaria de los aztecas. Tanto Andrés de Olmos, como Toribio de Benavente Motolinía y Bernardino de Sahagún recuperaron en un trabajo minucioso a tres bandas (ancianos-niños-frailes) la sabiduría indígena que de otra manera habría desaparecido. Se trata de textos de literatura oral que trasmitían los padres a los hijos y las madres a las hijas: los huehuetlatolli. De ellos entregaron a la posteridad varias muestras o incluso colecciones que hoy en día son testimonio único de la cultura azteca precortesiana. Son 180 los llamados huehuetlatolli que recogían la oralidad azteca y que el burgalés Andrés de Olmos, el leonés Bernardino de Sahagún y el zamorano Toribio de Benavente integraron, en mayor o menor medida en sus respectivas obras. Juan Bautista, ya en el siglo XVII, hizo una colección aparte. Que alguno de ellos no llegaran a su destino (los integrados en La Historia General de Sahagún, ya que ésta desapareció requisada por los superiores y tardó en ser publicada tres siglos) muestra que los franciscanos trabajaron contra corriente de la política oficial.
8.- Conclusión
Por lo anteriormente expuesto, con la brevedad que el marco exige, cabe concluir que la evangelización franciscana de la América hispana se sirvió de métodos que no supusieron una transculturación empobrecedora sino más bien la recuperación inicial de una cultura (expresada en la lengua y la literatura) que en dialéctica conquistados/conquistadores (relación que, por otra parte se daba en el interior del mundo conquistado, es decir, entre aztecas y tlaxcaltecas, por ejemplo) posiblemente habría perecido irremediablemente. En esa metodología, el conocimiento mutuo desempeñó un papel decisivo. Junto a las “doctrinas”, “confesionarios”, etc., también se recogió “la voz de los vencidos”, como la denomina León-Portilla (uno de los pocos casos en los que los vencidos han tenido voz), que halló en la traducción su vía de expresión, una versión que permitió el trabajo conjunto de los misioneros. Los huehehtlatolli o la vieja palabra, literatura sapiencial de carácter oral de época precortesiana, pasó como una de las grandes expresiones de la creatividad colectiva al canon universal. El hecho de que en las fechas de su aparición, bien entrado el siglo XIX, la obra de Bernardino de Sahagún fuera saludada como el “libro mejicano” es indicativo de la función que la labor de los frailes, misionera pero polivalente, tuvo en la constitución de la identidad de Mesoamérica. Junto con el Popol Vuh, fijado en esta misma época (aunque no traducido hasta bien entrado el siglo XVIII) y la traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo, llevada a cabo por el Inca Garcilaso, constituyen los inicios de la literatura hispanoamericana: uno de los pocos casos en los que la traducción constituye el comienzo de una literatura. Mercedes Suárez, como muchos otros investigadores, ha señalado que estos productos filológicos son máximo exponente del intento de comprender y penetrar en personas y culturas diferentes, clara evidencia del proceso de mestizaje e integración que supuso o quiso suponer la evangelización iberoamericana.56
Por otra parte, con ello se integró, no en último lugar a través de la alfabetización y castellanización, a los pueblos habitantes de Méjico en una superestructura cultural que tarde o temprano les habría sido inevitable recibir. Otros pueblos que no participaron en esta evangelización, siglos después no lo tuvieron mejor o incluso su memoria ha llegado a desaparecer en el proceso de integración. Gracias en parte a los trabajos lingüísticos, antropológicos a y de traducción que desarrollaron los misioneros los pueblos mejicanos figuran en la memoria de la humanidad, incluso con sus textos.
Bibliografía
1.- Primaria
Para la consulta de autores y títulos de los trabajos originales de los franciscanos en el ámbito de las letras y la traducción EN LA Nueva España, remitimos a las obras “fundadoras” aquí mencionadas (Mendieta, Torquemada y Vetancurt sobre todo) y a las más actuales de Manuel Castro y Castro, así como a las del conde de la Viñaza y Antonio Tovar que abajo se mencionan.
2.- Secundaria
-VV.AA., Historia de la literatura mexicana desde sus orígenes hasta nuestros días. Méjico: Siglo XXI, 1996. - M. Ballesteros Gaibrois, Cultura y religión en la América prehispánica. Madrid: BAC 1985.
-Baudot, Georges, La pugna franciscana por Méjico. Méjico: Alianza Editorial Mejicana. 1990.
-M. Hernández Sánches Barba, Historia y Literatura en Hispano-América. Madrid, 1978.
-Francisco Morales, OFM, Franciscan Presence in the Americas. Potomac, Maryland 1983.
-Conde de Vizaña, Bibliografía española de Lenguas Indígenas de América. 1892. Madrid.
-Elsa Cecilia Frost, Cronistas franciscanos de la nueva España. Siglo XVI. 1983.
-J. García Icazbalceta, Nueva Colección de Documentos para la Historia de Méjico. Méjico 1887-1892.
-M. Castro y Castro, OFM, “Lenguas indígenas americanas transmitidas por los frandiscanos del siglo XVI” en Actas del II Congreso Internacional sobre Los Franciscanos en el Nuevo Mundo (siglo XVI). Madrid: Deimos, 1988.
- Antonio Tovar, Catálogo de las lenguas de América del Sur con clasificaciones, indicaciones, tipología, bibliografía y mapas. Madrid: Gredos, 1984.
-Miguel León Portilla, Huehuehtlahtolli: Testimonios De La Antigua Palabra. México, FCE.
-Robert Richard, La conquista espiritual de Méjico. FCE, 1986
1 Entre los trabajos modernos que han tratado el tema destacan los de M. Hernández Sánchez-Barba, Asunción Hernández de León Portilla y Miguel León Portilla y, sobre todo, los de Ángel Garibay y Joaquín García de Icazbalceta, todos ellos indicados en la bibliografía.
2 No deja de resultar extraño que en medios indigenistas esta historiografía levante prevenciones sin mayor motivo, mientras se acepta la “voz de los vencidos” sin ulteriores consideraciones. Tal, por ejemplo, el etnólogo francés Nathan Wachtel: « (…) Enfin les chroniqueurs espagnols, c‘ést-à-dire les sources „classiques“ que les historiens ont le plus souvent utilisées jusqu‘au présent. Mais le recours à ces documents exige de notre part une extrême prudence (…) ». En Nathan Wachtel, La Vision des vaincus. Paris: Gallimard, 1971.
3 Hay edición informática realizada por la Biblioteca Virtual Cervantes que se puede consultar bajo http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/historia-eclesiastica-indiana--0/html/.
4 Si por gesta se entiende una acción derivada de una situación que pone a prueba la capacidad de esfuerzo extraordinario del ser humano ante la adversidad, la evangelización llevada a cabo por los frailes (muchas veces sin el apoyo civil y otras a contracorriente del poder y con la inquina del clero secular, más ligado a las instituciones políticas, tal y como los litigios entre el obispo Vasco de Quiroga y los franciscanos de Michoacán ponen de manifiesto) puede considerarse una auténtica gesta de filantropía (más habría que decir de amor cristiano), semejante a la que a lo largo de la historia han realizado personalidades como Juan de Dios, Don Bosco o Teresa de Calcuta. Los desplazamientos a través de las enormes extensiones de Nueva España realizados mayormente a pie (recordemos que la regla de san Francisco prohibía el uso del caballo a los frailes menores), la escasez de medios incluso a la hora de desempeñar una labor didáctica o intelectual (libros, recado de escribir, etc. Piénsese que la mayoría de ellos disponía, que no poseía, sólo del breviario, el Arte de Nebrija y alguna cartilla de lectura o doctrina de las que servirse en su comunicación con los indios) y la falta de regalo corporal junto con el cumplimiento de las tareas de la vida común en unos casos y en otros sufriendo las consecuencias de una soledad impuesta por la realización de sus misiones en puestos de avanzada, situaban al religioso en una coyuntura en la que, en cumplimiento del evangelio franciscano de la “perfecta alegría”, no les quedaba a los religiosos más que la conformidad interior derivada de la conciencia del deber cumplido. Es innegable que hubo malas actuaciones individuales (la supuesta de Torquemada, en el caso de que hubiera sido cierta, por ejemplo) que, sin embargo, no invalidan la tónica de una actuación ejemplar.
5 Sobre todo las obras de Toribio de Benavente, alguna de ellas desaparecidas, habrían sido utilizadas por este su hermano de hábito.
6 Edición facsímil Méjico: Porrúa, 1988.
7 Edición facsímil Méjico: Porrúa, 1982.
8Junto a Mendieta, Torquemada y Vetancurt, también Acosta, Solórzano, Baltasar de Medina y muchos otros dejaron testimonio de lo visto y oído de tal manera que incluso hoy en día el investigador del tema se ve favorecido y, en ocasiones, en parte impedido por la abundancia de bibliografía. Ver al respecto el capítulo introductorio de R. Richard, La conquista espiritual de México. México: FCE,1986. Trad. De Ángel Garibay.
9 El sacerdote que acompañaba a Cortés en la conquista era el mercedario Olmedo, aunque los franciscanos por esas fechas ya tenían numerosas casas en el Caribe, destacando la misión de Cumaná.
10 Como bien es sabido, América constituía el espacio del orbe donde mayor densidad de diversidad lingüística se daba. Muchas de las lenguas americanas que se han perdido ha podido ser identificadas al menos gracias a la obra de los misioneros. En este sentido se han calculado más de mil lenguas las que se hablaban en el Nuevo Mundo. En esta “selva de lenguas” tuvo que desenvolverse la actividad civilizadora y evangelizadora de los frailes, lo que les obligaba a aprender varias lenguas nativas además de la llamada general o común: De fray Andrés Olmos se dice que hablaba cuatro lenguas nativas, lo que, por muy dotado que estuviera para las lenguas, le tuvo que suponer un estudio y una dedicación admirables.
11 Hay reedición de 1977, Madrid, Editorial Atlas.
12 Catálogo de las lenguas de América del Sur con clasificaciones, indicaciones, tipología, bibliografía y mapas. Madrid: Gredos, 1984.
13 Cabe recordar que, por ejemplo, a pesar del interés por la defensa del indígena que se atribuye a Las Casas (sin duda lo poseía), este no le movió a comprometerse hasta el extremo de aprender la lengua común de la región de la que fue nombrado obispo y que pronto abandonó. Bien es verdad que otros hermanos de hábito siguieron pronto la senda señalada por la orden franciscana y destacaron en el ejercicio de la lingüística misionera.
14 Este distinto trato y talante frente a los indígenas ha sido ya señalado por Robert Richard en La Conquista espiritual de México. México: FCE, 1986, pag. 103: “(…) Hay que tener en la mente también (…) que entre los misioneros de nueva España siempre hubo dos tendencias bien definidas: una favorable, hostil la otra a los indígenas”.
15 El primer intento explícito de “reducción” sería el de Cumaná en Venezuela (1501), que preveía una evangelización al margen de las ambiciones de soldados y encomenderos en este asentamiento creado por los franciscanos. Por desgracia el intento fracasó veinte años después. También por desgracia la reducción ha tenido mala prensa entre cierta crítica antihispana. Ver, por ejemplo, Alan Knight, Mexico. The colonial era. Cambridge: Cambridge University Press, 2002, pag. 26 y ss. Esta institución pretendía mantener a los indígenas al margen de la sociedad europea allí establecida para su mejor protección y conservación de sus costumbres.
16 A este respecto no cabe argüir en contra utilizando la destrucción de los templos e ídolos o, incluso, de los códices mayas por parte de Diego de Landa, que en todo caso se hizo en ocasiones con una discreción y tolerancia mayores de las que se supone. El mercedario que acompañaba a Cortés, Bartolomé de Olmedo, no cesaba de aconsejar prudencia en la destrucción radical de los ídolos: “No es justo que por fuerza les hagamos cristianos”.
17 Ya el mencionado Richard ha señalado que la intención de los frailes españoles fue más la conversión – es decir, desde su perspectiva, el bien de los indígenas – más que la institución de una iglesia nacional mejicana. Sobre si esto fue una opción acertada se puede discutir, pero innegable resulta que ellos lo hicieron en la mejor de las intenciones y de ello derivaron más de un enfrentamiento con el clero secular.
18 Gonzalo Guerrero fue soldado de la expedición de Grijalva y compañero de Jerónimo de Aguilar que, tras el cautiverio entre los indios del Yucatán y al encontrarse de nuevo con los cristianos, prefirió permanecer entre los naturales, ya que tenía esposa y descendencia mestiza que no quiso abandonar. En el trascurso de los posteriores enfrentamientos de las tribus originarias con los españoles, organizó una resistencia encarnizada contra estos. Resulta obvio que de los españoles recibiera el calificativo de “renegado” y que por parte de la historiografía indigenista, que en este caso ve con buenos ojos su proceso de aculturación, se lo calificó de “padre del mestizaje”.
19 Nuño de Guzmán, juez de la Audiencia que sustituyó a Cortés y que emprendió la conquista de Nueva Galicia (territorio que se correspondería en la actualidad con Guadalajara) se señaló por su brutalidad tal y como testimonian tanto Motolinía como el Padre Las Casas.
20 El término fue creado por el sociólogo cubano Fernando Ortiz en los años treinta del pasado siglo y desde entonces se ha hecho de curso legal.
21 La transculturación, entendida mayormente como pérdida de identidad por parte del pueblo conquistado, ha sido un fenómeno constante a lo largo de la historia de la humanidad. Alejandro transculturó a los pueblos del Próximo Oriente y los árabes lo hicieron con todo el mundo oriental y submediterráneo. No digamos nada de las modernas potencias colonizadoras de los siglos XIX y XX. Era un proceso que mayormente era inevitable cuando una de las partes se presentaba en la confrontación cultural con un mayor grado de desarrollo, extremo este que, en definitiva, aportaba ventajas indiscutibles. En Méjico, por ejemplo, la sustitución de la teogonía y cosmogonía aztecas – que llevaban implícitos los violentísimos sacrificios humanos de los que ya Cortes daba noticia en sus Cartas de relación–, por la religión cristiana supuso la eliminación de aquellos usos sacrificiales así como la eliminación de la antropofagia, lo cual supone un progreso a pesar de que se hiciera a costa de la aniquilación de lo que entonces eran lugares de culto que hoy en día son, por supuesto, respetabilísimos objetos arqueológicos. El relativismo cultural en boga parece suponer que todo aquello que se pone bajo el epígrafe cultura, entendiendo por ello incluso actos o usos tales como la reducción de cabezas en la selvas amazónicas, la ablación genital de la mujer o incluso el apedreamiento como elemento de ejecución de justicia, es intocable… siempre que no sean actividades ejercidas en Occidente. Justo es denunciar también que en el momento actual está teniendo lugar el mayor proceso de transculturación jamás acaecido en aras de una globalización de signo económico y bajo férula anglosajona, una transculturación que se acepta con el fatalismo de lo inevitable y que no permite reflexiones morales. Ese relativismo se insinúa en bellos relatos literarios que desde el punto de vista histórico resultan panfletarios, tales como el del escritor costarricense José León Sánchez Tenochtitlan. La última batalla de los aztecas o el de Laura Esquivel Malinche.
22 La acogida de elementos decorativos indígenas en los retablos de muchas iglesias (Tonantzin cerca de Puebla o Santo Domingo en Oaxaca) e incluso la denominación “colonial” para calificar el estilo arquitectónico propio dan muestra de este diálogo cultural.
23 Este valiente franciscano, que mayormente en solitario (pasaría una docena de años en total soledad cultural y espiritual en Peking) emprendió la tarea de cristianización, introduciría el huir o lengua tártara en la liturgia cristiana que ejercía, hecho bastante insólito y que hay que situar a la par con el que tuvo lugar en la España medieval con la incorporación de los ritos visigóticos y mozárabes a la liturgia católica. Cuando al final de sus días comprobó que sus sucesores, tras el cambio de dinastía, tenían que aprender el chino, se quejaría de la dificultad que ello entrañaba para unas personas que no estaban en la lozanía de la edad. En todo caso, de haber continuado vigente su espíritu en la China Ming, que se apresuró a expulsar a los misioneros católicos, quizás el diálogo entre Oriente y Occidente hubiera sido más intenso y sus relación más positiva.
24 Ver al respecto Gaspar Hang, Juan de Montecorvino. Madrid, 1997.
25 En ocasiones se ha hablado, con cierto punto de crítica, de trilingüismo con referencia a la práctica lingüística excluyente de la Iglesia Católica (hebreo, latín y griego). Es cierto que los textos sagrados estaban expresados en dos lenguas a las que vino a añadirse el latín de la Vulgata. Con esa limitación lingüística se quería salvar la invariabilidad del texto. Esta invariabilidad era la que Moor defendía en su Confutatio de la traducción de la Biblia a la lengua vernácula de Tyndale: al traducir éste la palabra presbiteros por major estaba laicizando un término con un uso propio en el ámbito de los textos sacros. Bien es verdad que ese trilinguismo tuvo sus excepciones en el uso litúrgico, donde se admitieron lenguas vulgares como el mozárabe, el visigótico, el gaglolítico y el ruso.
26 Robert Richard, op. cit. 103 y ss.
27 El nombre de los doce está recogido por Mendieta y otros cronistas. Ellos fueron: Martín de Valencia, fray Francisco de Soto, fray Martín de la Coruña, fray Juan Suárez, fray Antonio de Ciudad Rodrigo, fray Toribio Motolinía, fray García de Cisneros, fray Luis de Fuensalida, fray Juan de Ribas, fray Francisco Jiménez, fray Juan de Palos y fray Andrés de Córdoba. A los pocos años se embarcaron para Méjico otros grandes franciscanos que pasarían a la historia: Alonso de Herrera, Antonio de Huete, Andrés de Olmos y Bernardino de Sahagún.
28 En los intentos tímidos de misión en el Caribe ya habían constatado este extremo, pero fue en Méjico donde más se percibió esa situación de un espacio totalmente babelizado.
29 El hecho de que los frailes no se contentaran con el estudio de las lenguas “generales” habla a favor de esa metodología misionera de la identificación.
30 Al parecer Pedro de Gante había establecido ya en Tezcoco una casa.
31 Para la identificación de las localidades franciscanas remitimos al mapa integrado en la obra de Robert Richard ya mencionado.
32 Citado según la edición electrónica de la edición facsímil de editorial Porrúa, Méjico, 1980. Los capítulos XV y sucesivos del libro tercero de dicha obra están dedicados a los procesos de evangelización y a la recuperación de la comunicación interlingüística e intercultural. http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/historia-eclesiastica-indiana--0/html/. (9/08/ 2010).
33 Mendieta, op. cit. Ver nota 25.
34 En la utilización de la música como elemento pedagógico, los franciscanos habrían podido adelantarse a los jesuitas que en las reducciones paraguayas utilizaron sistemáticamente la músico como elemento de formación.
35 Mendieta, op.cit. Ver nota 25.
36 Mendieta, op. cit. Ver nota 25.
37 Mendieta, op. cit. Ver nota 25.
38 Mendieta, op. cit.. Ver nota. 25.
39 Con referencia al reproche de hispanización que se achaca al proceso de evangelización y de colonización las razones parecen contradictorias, pues mientras algunos críticos aducen el que los misioneros no permitieran enseñar el castellano, otros reprochan a la Corona el que obligara a una castellanización a ultranza que, por otra parte sólo se dio decididamente sino al final de la colonia en aplicación de criterios ilustrados. O lo uno o lo otro.
40 Mendieta, op. cit. Ver nota 25.
41 De hecho alguna de las obras producidas encontrarían más de una dificultad con la superioridad, entre ellas, las de Sahagún.
42 Mendieta, op. cit. Ver nota 25.
43 Mendieta, op. cit. Ver nota 25.
44 Uno de los más insignes investigadores del tema, el P. Francisco Morales, ha señalado la atención a las tradiciones didácticas de los indígenas por parte de los misioneros. Los franciscanos habrían adaptado en sus escuelas conventuales el sistema indígena del “calmecatl” “en el que se transmitían los conocimientos más importantes de la antigua cultura”. Con ello, el fraile franciscano habría contribuido a la identidad de cada uno de esos pueblos integrando “expresiones culturales de su pasado no cristiano”.
Justo es añadir que la labor de cristianización se didactizaba mediante la utilización del canto (llano, monódico en un primer momento; más tarde, a impulsos del fraile peruano Jerónimo de Oré, polifónico) y del teatro en lengua nahua, lo que contribuyó al éxito de la misión. De Toribio de Benavente, por ejemplo, se conservan varias piezas dramáticas (La caída de los primeros padres, o Anunciación de la Virgen, por ejemplo). Lo que después se ha llamado en la crítica literaria “drama jesuítico” quizás tuvo su origen en la América franciscana.
45 Robert Richard, op. cit., pag 87.
46 En esa época, los franciscanos estaban tan radicados en territorio de Nueva España como para que desde allí intentaran a su vez una misión en el Japón.
47 Habiendo salido desde Belvís de Monroy, en la provincia de Cáceres, con el grupo de los Doce y llegado a Méjico, tras una intensa labor misionera en el Anahuac y tras visitar Oaxaca, emprendería un viaje de misión que le llevaría hasta Nicaragua y trabajaría en varios conventos repartidos por la geografía mejicana (San Francisco de Méjico, Huitzingo, Tezcoco, etc.). Teniendo en cuenta la dificultad de tránsito en el espacio mesoamericano y su dedicación a la escritura, su vida misionera bien puede calificarse de heroica.
48 Ver al respecto Origen, Desarrollo y Proyección de la Imprenta en México. México: UNAM, 1981.
49 Vetancurt, Menologio, pag., 140.
50 A este respecto conviene recordar que gran parte de estos sermonarios o doctrinarios eran traducciones de textos preexistentes y que, al ser seleccionados para su traducción, demostraban en líneas generales su sintonía con la ortodoxia. Así, por ejemplo, la Doctrina cristiana en lengua mejicana, impresa en 1537 y que se atribuye a Motolinía, parece ser, según afirmación del Manuel Castro (ver abajo), la traducción del doctrinario de Gutierre González Libro de la doctrina cristiana publicado unos años antes en Sevilla.
51 A estas vendrían a añadirse las de San Diego, la de Jalisco, etc.
52 En Actas del II Congreso Internacional sobre Los Franciscanos en el Nuevo Mundo (siglo XVI). Madrid: Deimos, 1988.
53 Ascensión de León Portilla, “Misioneros y gramáticos. Tradición clásica y modernidad mesoamericana”, en M. Suárez Fernández, Paradigmas de la palabra: gramáticas indígenas de los siglos XVI, XVII, XVIII. Madrid: Turner, 2007, pag, 39.
54 Ib., pag 42.
55 Fray Agustin de Vetancurt, “Menologio Franciscano” en Teatro Mexicano. Crónica de la Provincia del Santo Evangelio de Mexico. Menologio Franciscano. México: Porrúa, 1982, pag. 141.
56 Mercedes Suárez, op. cit. pag. 5.
Este trabajo se realiza en el marco del Proyecto FFI2008-00719/FILO, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (2009-2011).